Roberto Pérez era un hombre raro. Vivía solo, y al parecer, toda su vida había vivido solo. No lo visitaba nadie y a nadie iba a visitar. Su casa era vieja, con humedad y paredes descascaradas. Si salía a la calle no saludaba a ningún vecino y si los chicos de la casa contigua jugaban al futbol les gritaba de todo, y si para desgracia de estos chicos, la pelota se pasaba al patio de Pérez, en vez de devolvérsela, se la pinchaba. Si los gatos aullaban en la noche, él salía y les tiraba con un rifle de aire comprimido, y se contentaba arrancando cualquier florcita que tuviera la osadía de crecer en los pastos de su vereda o patio.
En una palabra, era un ser despreciable. Parecía que este tipo no tenía ninguna motivación, que su vida era amarga y estaba empecinado en amargársela a los demás.
Según sus vecinos, además de todas sus cualidades perversas, Pérez era un perfecto miserable. Se decía que tenía muchísimo dinero escondido vaya a saber dónde, y que no lo tocaba, salvo para contarlo y corroborar que no faltaran ni cincuenta centavos. Lo que no sabían era que Roberto Pérez sí tenía una motivación, y que en esa motivación estaba gastando su dinero: su colección de roldanas. Sí, coleccionaba roldanas. Roldanas de todos los tiempos y lugares del mundo, roldan en las que gastaba cualquier cosa. Se sabía los nombres de todas las fábricas que hacían roldanas, y sabía en qué construcciones se habían usado roldanas de tal o cual marca. El tipo mandaba cartas a las fábricas, museos y negocios pidiendo el precio de las roldanas que tuvieran, y después, gustoso, enviaba cheques suculentos y se ponía a esperar que llegara el correo con la cajita que contenía a la ansiada roldana. Muchas veces lo estafaron, envió cheques por roldanas que nunca golpearon a su puerta. Pero no se desanimaba, él veía como crecía su colección, y eso lo llenaba de alegría, aunque su casa se estuviera viniendo abajo. Incluso una vecina lo presionaba para que arreglara el baño, ya que la humedad del mismo se filtraba por la pared y aparecía en la cocina de la vecina. Pero él sólo gruñía y le cerraba la puerta en la cara, internándose nuevamente en su inmensa colección de roldanas.
Un día, su vecina golpeó a su puerta nuevamente, pero Pérez no salió. Se fue y volvió a la hora, pero no salió nadie. Regresó a la tarde, pero nuevamente no salió nadie. Se asustó y empezó a llamar a sus vecinos. Entre todos abrieron la puerta y se dirigieron a la habitación de Pérez, que estaba en la cama, muerto. Se había muerto mientras dormía.
Trataron de ubicar a algún familiar, pero, al parecer, no tenía a nadie. A la tarde del día siguiente, Roberto Pérez fue llevado al cementerio.
Pronto, los vecinos se lanzaron a la búsqueda del famoso dinero. Esto provocó que discutieran, se pelearan y se amenazaran de muerte, parecía que Pérez estaba haciendo que se odiaran como él los había odiado.
Sin embargo, los vecinos no encontraron nada. Se dieron cuenta que el dinero había sido gastado en las roldanas que cubrían todas las paredes de la casa, roldanas que había en los cajones, roldanas que había adentro de las ollas, debajo de la cama, en el botiquín del baño, etc, etc, etc.
Y los vecinos, en un ataque de bronca contra Pérez, juntaron esa infinidad de roldanas en cajas y las tiraron en el basural de la ciudad.
Y toda la vida de Roberto Pérez está ahí, mezclada entre desechos de todo tipo y contaminando, obviamente, el medio ambiente, otra cosa que Pérez odiaba.